domingo, 8 de agosto de 2010

Los siete Infantes de Lara

Qué gran día para los castellanos aquel en que se ganó Calatrava la Vieja! Y ¡qué bien peleó en aquella ocasión Ruy Velázquez, el noble caballero! Siempre dando las heridas primeras, siempre adelantado en la haz. Y con trescientos hombres que llevaba mató a más de cinco mil moros. ¡Ojalá hubiera muerto aquel día! Su nombre hubiera pasado limpio y glorioso al recuerdo de los castellanos y no sería maldecido; su cuerpo yacería bajo rico enterramiento y no bajo carretadas de piedras arrojadas por los caminantes. Y no hubiera tramado gran traición contra sus sobrinos los siete Infantes de Lara. Ésta es la dolorosa historia.

Como recompensa por el triunfo de Calatrava, el Rey dio a Ruy Velázquez en matrimonio a doña Lambra, hermosísima mujer. Celebráronse las bodas en Burgos y las tornabodas en Salas, de donde eran los siete Infantes, también llamados de Lara. Grandes fiestas se hacían, alegres en grado sumo. A ellas llegaron los siete Infantes, que fueron recibidos con muestras de cariño por su madre doña Sancha, mujer de Gonzalo Gustioz y hermana de Ruy Velázquez. Uno a uno fueron abrazados y besados tiernamente, sobre todo Gonzalico, de ellos el preferido. Los siete Infantes eran de noble apostura y bravo corazón; la más pura concordia, el cariño más acendrado entre ellos reinaba y cada uno estaba presto a dar la vida, si necesario fuera, por los demás; nunca existió ni la más pequeña diferencia. «Hijos, les dijo la madre, id a descansad a vuestra posada de la calle Cantarranas, y no salgáis, que las plazas están llenas de gente, y por fútiles motivos se originan trifulcas peligrosas.» Y ellos así lo hicieron.


En tanto, había pasado la hora de la comida, y todos los caballeros que habían venido a las fiestas de tornabodas salieron a la plaza a correr *bohordos y a tirar *tablados, pero ninguno bohordaba bien: un caballero cordobés salió al campo y tiró una vara con fuerza y gallardía, entre el aplauso de la concurrencia. Y volviéndose al grupo de nobles damas que presidía doña Lambra, gritó:
«¡Amad, señoras, amad, que más vale un caballero de Córdoba la llana que veinte ni treinta de los que son tan nombrados en esta tierra». Y doña Lambra, llena de entusiasmo, exclamó:

«¡Maldita sea la dama que su cuerpo te niegue. Y si yo fuera libre, tuyo sería mi favor!». Pero doña Sancha, que estaba presente, enrojeció de vergüenza y le hizo ver que esas palabras no estaban bien en labios de una mujer recién dada en matrimonio a Ruy Velázquez. Doña Lambra, echando atrás su hermosa cabeza, miró a la madre de los siete Infantes y le escupió estas palabras: «Callad, doña Sancha, que vos como puerca en ciénaga paristeis siete hijos». Y un viejo servidor que allí se hallaba, lleno de dolor y de indignación, fue a la posada en donde estaban los Infantes.


Venía este buen hombre cabizbajo por la calle. Gonzalo, que estaba asomado al barandal, le dijo: «¡Eh!, ¿qué os pasa, ayo?; ¿por qué esa cara de pesar?». Y el ayo, que tal era, le dijo «Vengo lleno de dolor por algo que he oído que ofende a vuestra sangre» Y entrando en la casa, quiso retirarse sin decir más, temiendo que los Infantes quisieran vengar el insulto hecho a su madre; pero obligado por ellos, tuvo que relatar lo sucedido. Gonzalo, saliendo como una exhalación, cogió su caballo, entró en la plaza y tomando una vara, la lanzó con tanta fuerza, que el tablado cayó estruendosamente, y volviéndose a donde estaban las damas, les gritó insultándolas: «Amad, puercas, amad, que un caballero de mi sangre vale más que cuarenta de Córdoba». Dona Lambra, llena de ira, se retiró, y fuése al palacio de Ruy Velázquez, gritando: «¡Venganza, venganza!» Ruy Velázquez, viéndola así, le preguntó qué había sucedido, y ella contestó: «Vuestros sobrinos, los siete Infantes de Lara, me han insultado y amenazado injuriosamente, diciéndome que me cortarían las faldas por vergonzoso lugar.» Ruy Velázquez salió y fue a la plaza, en donde se había trabado una gran pelea: Gonzalo había matado a Álvar Sánchez, primo de doña Lambra, y contra aquél se lanzó Ruy, hiriéndole y queriéndolo rematar, sin conseguirlo, por la intervención de los hermanos, que habían acudido prestamente a la plaza. Y de esta manera comenzó la lucha entre los de Lara y los caballeros de doña Lambra.

Durante algún tiempo la enemistad persistió, traduciéndose en continuas reyertas. Al fin intervinieron el Rey y Gonzalo Gustioz, estableciéndose la paz. Se decidió que para probar la buena voluntad de los hasta entonces enemigos, los siete Infantes escoltasen a doña Lambra a Barbadillo, que era heredad suya. Llegados allí, el rencor de la vengativa dama renació y ordenó a un criado que arrojase un cohombro lleno de sangre a Gonzalo. Éste, al verse agraviado tan sin razón, quiso matar al sirviente, siendo ayudado por sus hermanos. Pero el sirviente huyó a donde estaba su señora, la cual lo amparó, protegiéndolo bajo su falda, lo cual era signo de inviolabilidad. Pero los Infantes no hicieron caso de ello y allí mismo dieron muerte a quien de tan mala manera había insultado a uno de ellos. Doña Lambra fue de nuevo a pedir venganza a Ruy Velázquez, diciéndole que si no se la concedía, iría a pedírsela a Almanzor. Ruy Velázquez, entonces, tramó una gran venganza contra su cuñado y sus sobrinos.


Fue a visitar a Gonzalo Gustioz, y saludándole, con grandes muestras de afecto, le dijo: «Venturosamente ya pasaron los tiempos en que nuestras gentes eran enemigas. Quiero mostrarte mi buena voluntad encargándote de una importante embajada. Conviene conocer la opinión de Almanzor en ciertos asuntos de frontera. Yo os pido que llevéis cartas mías al gran guerrero, que sin duda os recibirá y honrará como a quien sois». Gonzalo Gustioz aceptó de buen grado y tomó la carta que, escrita en árabe, le entregaba Ruy Velázquez. «Mañana, al alborear, saldré», dijo. Y, en efecto, al día siguiente, después de haberse despedido de sus hijos, se puso en camino hacia la frontera.


Llegó a Córdoba, se dio a conocer como emisario a los guardias de las murallas y fue conducido a palacio. Allí Almanzor lo recibió con muchos honores, y habiéndole preguntado cuál era su embajada, Gonzalo Gustioz le entregó la carta. El semblante del caudillo moro se ensombreció: «¡Ah Gonzalo Gustioz!: mal haya la hora en que trajisteis esta carta. En ella me pide Ruy Velázquez que os dé muerte». Gonzalo se estremeció, comprendiendo que había sido traicionado, y así lo hizo ver a Almanzor. Mas éste, que era de natural caballeresco, no quiso prestarse a tan infame treta, y le dijo al cristiano: «No haré lo que se me pide, mas sí he de retenerte aquí. No te duelas de esto, que estarás bien tratado». Y le dio como sirvienta a una hermana suya, una bella mora.



En la misma carta decía Ruy Velázquez que, además de entregarle a Gonzalo Gustioz, haría que los Infantes fuesen a la frontera con poca gente para que pudiesen ser muertos por los moros, sin peligro ni riesgo para éstos. En efecto, un día pidió a los Infantes que le acompañasen en una pequeña algarada que iba a hacer contra tierras de moros. Los Infantes aceptaron y se despidieron de su madre, quien en vano trató de retenerlos. Iban acompañados del viejo ayo Nuño Salido. Por el camino tuvieron varios agüeros, y el ayo, interpretándolos como de mal presagio, quiso que se volviesen a Salas, mas los jóvenes se burlaron cariñosamente de él. Llegados por las sierras de Altamira, cerca del valle de Arabiana, Ruy Velázquez les dijo: «Es hora de mostrar vuestro valor. Corred ese campo de moros, y si necesitáis ayuda, yo os la prestaré». Soltaron las riendas y se internaron en el valle, creyendo que todo iría bien. Mas de pronto vieron salir de los desfiladeros gran cantidad de enemigos que los rodearon y se lanzaron contra ellos. Los infantes no se amedrentaron por ello; empuñaron sus lanzas, y a los primeros moros que llegaron les hicieron pagar cara su osadía. ¡Dios, qué bien peleaban! Sus brazos estaban empapados en sangre enemiga. Al fin saltaron sus lanzas, rotas, y empuñaron las fuertes espadas. Durante varias horas continuó la pelea; el moro Alicante, que era quien capitaneaba a la gente de Almanzor, estaba admirado de ver el valor de aquellos jóvenes cristianos, y dando treguas, les hizo pasar a las tiendas que había dispuesto, confortándolos con vino y alimentos. Nuño Salido se dolía de la traición, dirigiéndoles tiernas palabras. Alicante estaba presto al perdón cuando Ruy Velázquez, llegando de improviso, lo llamó aparte y le dijo: «¡Mal cumplís las órdenes de vuestro señor! Esta blandura sin duda engendrará la ira de Almanzor, que os hará pagar cara vuestra transigencia». Y Alicante, temeroso de merecer un duro castigo, ordenó que se reanudase la pelea. De nuevo la lucha tomó gran fuerza, los siete Infantes y Nuño Salido peleaban bien, pero al fin fueron cayendo uno tras otro en presencia de Ruy Velázquez, que desde un alcor próximo presenciaba el cumplimiento de su venganza.


El moro Alicante cogió las cabezas de los siete Infantes y la de Nuño Salido y partió hacia Córdoba; era víspera de San Cebrián. Llegó a la ciudad mora, entró en palacio y presentó su trofeo a Almanzor. Éste puso las cabezas en un tablado y mandó llamar a Gonzalo Gustioz. Llegó el cautivo, y Almanzor le dijo: «Aquí tienes ocho cabezas de gente noble. Prueba a ver si las reconoces».



Gonzalo las limpió, y cogiendo una estalló, al mirarla, en sollozos: «¡Ay triste de mí, que sí las conozco! ¡Nunca fue hombre tan desdichado!».


Y dirigiéndose a ellas comenzó a hablarles con la voz que le temblaba de lágrimas, como las hojas del chopo tiemblan con la lluvia de abril: «Dios os salve, Nuño Salido, buen compadre. ¿Qué hicisteis con los hijos que os encomendé? Mas perdonad, que bien veo que habéis cumplido con vuestro deber». Tomó la cabeza del heredero y le dijo: «¡Oh hijo Diego González, aquí paró vuestra gallardía, vuestro porte de alférez del conde Garci Fernández! Mis tierras quedaron sin nadie que las heredara». Y así fue hablando con todas las cabezas, elogiando a cada hijo sus cualidades:


a Martín, su destreza en las tabas y su buena conversación; a don Suero, lo estimado que era de todos; a Fernán, su maestría en la caza; a Ruy y a Gustioz, su valor en la guerra; y sobre todo, lloró acariciando y besando la del menor, la de Gonzalillo, que era el preferido de su madre. Y de este llanto tuvo tan gran angustia, que cayó como muerto en tierra. Todos los presentes hubieron gran lástima de él. Y Almanzor ordenó que fuera conducido a los aposentos que le habían sido destinados, en donde la hermana del caudillo atendió con todo cariño al desdichado castellano.


En esa hermosa mora encontró gran consuelo Gonzalo Gustioz. Y pasando el tiempo, hubo amores entre ellos. Cuando ella tenía en el vientre el fruto de esos amores, Almanzor determinó dar libertad a Gonzalo, el cual, antes de partir de Córdoba, le entregó a su amada un anillo partido por la mitad, diciéndole que si era varón el hijo que tuviera, que cuando llegase a su edad moza, lo enviase a la cristiandad para que vengase a sus hermanos.


Pasó el tiempo, y el hijo de Gonzalo Gustioz y de la hermana de Almanzor fue creciendo, hasta hacerse un gallardo mancebo. Se había criado en palacio y nadie le había hablado de su origen. Mas un día, jugando al ajedrez con un príncipe moro, tuvo una disputa con él, y éste lo insultó llamándole hijo de nadie. Mudarra, que así era el nombre del bastardo, mató al que lo había insultado y fue a preguntar a su madre la verdad sobre su origen. La mora se lo contó todo, le entregó el anillo partido y le dijo que era llegado el tiempo en que había de marchar a la cristiandad para vengar a su padre y hermanos.


Mudarra partió, despidiéndose de Almanzor, el cual le tenía gran cariño, y marchó a Burgos. Allí buscó a su padre, se dio a conocer con el anillo y le pidió que le guiase al sitio en donde podría encontrar a Ruy Velázquez. Gran alegría recibió el buen viejo Gonzalo Gustioz al ver que al fin eran vengadas tantas traiciones e injurias, y bendijo a Mudarrillo. Éste se puso en camino, persiguiendo a Ruy Velázquez, que al saber su llegada había huido.


Al fin una tarde encontró Mudarra a un caballero reposando debajo de una haya. Le saludó preguntándole su nombre, y al reconocerlo como Ruy Velázquez, le dio muerte sin que el traidor pudiera defenderse. Su cuerpo quedó allí sin sepultura, cubierto de piedras que los castellanos echaron sobre él; y desde entonces todos los que pasaban por aquella pedrera, en vez de rezar un padrenuestro, echaban otra piedra maldiciendo el ánima del traidor.
Doña Lambra fue más tarde presa y quemada viva. Y así se cumplió la venganza por la traición de que fueron objeto los siete Infantes de Lara.
Extraída de la Antología de Leyendas de la Literatura Universal
seleccionadas por D. Vicente García de Diego
para Ed. Labor - Barcelona. 1953

* tablados: Armazón o castillete muy levantado del suelo y contra el cual los caballeros lanzaban bohordos o lanzas, hasta derribarlo o desbaratarlo. Fue ejercicio usual en las fiestas medievales.

* Bohordo: Lanza corta arrojadiza, usada en los juegos y fiestas de caballería.





La Leyenda de los infantes de Lara, incorporada al Romancero y cuyos hechos responderían a una realidad histórica situada en el último cuarto del siglo X, tuvo un éxito considerable en la Castilla de la Edad Media. Según ella, los siete hermanos, hijos del noble Gonzalo Gustioz, fueron capturados por los musulmanes en una emboscada preparada por Ruy Velázquez, trasladados a Córdoba y decapitados. Los cadáveres se condujeron a Castilla y según una tradición no textual, fueron depositados en unos sepulcros pétreos que se ubicaron en el pórtico meridional del monasterio de San Millán de la Cogolla. De este modo, el monasterio fue también conocido como panteón de los siete héroes castellanos.
Mudarra (también llamado «hijo de la renegada»), hijo bastardo de Gonzalo Gustioz —padre de los infantes— y de una hermana del mismo Almanzor, recibió su educación de este caudillo musulmán. Vengó después la muerte de sus hermanastros. Al menos desde el siglo XVI, los monasterios de San Millán de la Cogolla y San Pedro de Arlanza pujaron por la pretensión de conservar la sepultura de los siete jóvenes asesinados. El apasionamiento llevó a que en 1600 el abad del monasterio riojano, fray Plácido de Alegría, procediera a la apertura notarial de los siete sarcófagos ubicados en el pórtico del primitivo asentamiento en Suso, a fin de certificar su autenticidad. La aparición de los cadáveres descabezados fue prueba que, poco tiempo después, convenció tanto a Sandoval como a Yepes para sellar la contienda a favor de la Cogolla. De este modo, el monasterio se conoció también como panteón de los siete héroes castellanos. Años antes, en diciembre de 1569, se habían encontrado en la iglesia parroquial de la villa de Salas «las cabeças de los siete Infantes dentro de vn arca de madera, cubiertas con vn lienço».

Información obtenida de Centro Virtual Cervantes

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Romance de rosa fresca



















Romance de rosa fresca

¡Rosa fresca, rosa fresca,
tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos,
non vos supe servir, non:
y agora que vos servía
non vos puedo yo haber, non!
- Vuestra fue la culpa, amigo,
vuestra fue, que mía non;
enviásteme una carta
con un vuestro servidor,
y, en lugar de recaudar
él dijera otra razón:
que érades casado amigo,
allá en tierras de León;
que tenéis mujer hermosa
e hijos como una flor.
- Quien vos lo dijo, señora,
non vos dijo verdad, non;
que yo nunca entré en Castilla
ni allá en tierras de León,
sino cuando era pequeño,
que non sabía de amor.

Anónimo

domingo, 1 de agosto de 2010

Vivir como las flores


... Maestro, ¿qué debo hacer para no quedarme molesto?.. Algunas personas
hablan demasiado, otras son ignorantes. Algunas son indiferentes. Siento
odio por aquellas que son mentirosas y sufro con aquellas que calumnian.

- ¡Pues, vive como las flores!, advirtió el maestro.

- Y ¿cómo es vivir como las flores?, preguntó el discípulo.

- Pon atención a esas flores -continuó el maestro, señalando unos lirios
que crecían en el jardín.

Ellas nacen en el estiércol, sin embargo son puras y perfumadas. Extraen
del abono maloliente todo aquello que les es útil y saludable, pero no
permiten que lo agrio de la tierra manche la frescura de sus pétalos.

Es justo angustiarse con las propias culpas, pero no es sabio permitir que
los vicios de los demás te incomoden. Los defectos de ellos son de ellos y
no tuyos. Y si no son tuyos, no hay motivo para molestarse... Ejercita
pues, la virtud de rechazar todo el mal que viene desde afuera y perfuma
la vida de los demás haciendo el bien.

Ésto, es vivir como las flores.

El leñador y su hija astuta

Había una vez un leñador que iba al bosque a arrancar cepas de árboles. Un día, mientras se dedicaba a desenterrar una, sintió entre sus raíces algo duro. Era un cofrecito de hierro lleno de monedas de oro. El leñador no cabía en sí de contento. Puso el cofre en su carrito, lo cubrió con ramas secas y se dirigió a su casa. Con todo aquel oro, quién sabe cuántas cosas hermosas podría comprar.

Al llegar a la ciudad, se encontró con un rico mercader, que le dijo:

-Querría comprarte esa leña.

-Lo siento, pero no puedo venderla.

-¿Y por qué?

El mercader, curioso, hurgó entre las ramas secas y encontró el cofre lleno de monedas de oro.

-¡Ah, ahora sé por qué! ¿De dónde has sacado esto, ladrón?

Y después de pronunciar estas palabras, el mercader cogió el cofre y se marchó, indiferente a los llantos y lamentos del leñador.

El pobre desdichado volvió a su casa y se sentó a la mesa suspirando.

-¿Qué te ha ocurrido, papá? –le preguntó su única hija.

El leñador le contó todo y la muchacha, después de escucharlo con mucha atención, le dijo:

-No te preocupes, papá. Ya verás que yo misma traeré a casa ese cofre.

Y sin perder tiempo, se dirigió a casa del mercader.

-¿Qué quieres?

-Querría trabajar para usted, señor.

-De acuerdo, me hace falta una criada. ¿Y cómo te llamas?

-Nadie-en ningún sitio-nada.

-Qué nombre tan extraño –dijo el mercader, pero la puso a su servicio.

La hija del leñador trabajó en la casa del mercader un día; trabajó otro día, sin dejar de observar todos los rincones. AL tercer día, el mercader tuvo que salir. Ella cogió el cofre lleno de oro y se lo llevó corriendo a su padre.

El mercader, al regresar, ya no encontró ni a la muchacha ni el cofre del tesoro. Enseguida entendió lo que había ocurrido, salió a la calle y se puso a gritar a voz en cuello:

-¡Socorro! ¡Al ladrón! ¡Me han robado!

La gente acudía de todas partes y le preguntaba:

-¿Quién te ha robado? ¿Dónde te han robado? ¿Qué te han robado?

Y el mercader respondía:

-¡Nadie-en ningún sitio-nada!

-¿Nadie? ¿En ningún sitio? ¿Nada? –se sorprendió la gentes-, ¿y entonces por qué te quejas tanto?

Y todos volvieron a su casa convencidos de que el mercader se había vuelto completamente loco.

Y colorín colorado...