sábado, 23 de octubre de 2010

Cómo se salvó Wang-Fô


El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las
cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir.

La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche,
dulce como la saliva, salada como las lágrimas.

Después de la boda, los padres de Ling llevaron
su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo
se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en
compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar,
y de un ciruelo que daba flores rosas cada
primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón
límpido igual que se ama a un espejo que no se
empaña nunca, o a un talismán que siempre nos
protege. Acudía a las casas de té para seguir la
moda, y favorecía moderadamente a bailarinas
y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero
de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla.

Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por
el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.



Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como
Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció
humildemente un refugio. Hicieron juntos el
camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba
en los charcos inesperados destellos. Aquella noche,
Ling se enteró con sorpresa de que los muros
de su casa no eran rojos, como él creía, sino
que tenían el color de una naranja que se empieza
a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma
delicada de un arbusto, en el que nadie se había
fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer
joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo,
siguió con arrobo el andar vacilante de una hormig a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el
laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero
Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven
príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante
posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín.

Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró, pues
aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô
a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano.

Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos.

Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo
exigía tanta aplicación que se olvidó de verter
unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar
al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se
marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad
en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos,
maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos fortificados y bajo el
pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía
que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados.

Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang
se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle
masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía.

Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.


Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang- Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún.
Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores,
ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus hombros,
y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente.

Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores.

Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el
interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín
del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como
las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros o y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida de palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang- Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros subditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches.

Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas.

Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas.

El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido,
viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro. Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada.

Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata
que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô.

Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas.

No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos.

Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado.

Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va a morir.


A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo.
Wang Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego
añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero
Wang Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo.

Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la

huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas.

Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas. —Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó
de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas.

Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade.
Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba
todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar.

Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borróse el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

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Cuento de Marguerite Yourcenar
Traducción de Emma Calatayud

domingo, 17 de octubre de 2010

Mamarruak


Los pequeños genios que en algunos lugares dicen que tienen aspecto de insectos y en otros que son pequeños hombrecillos vestido de rojo, reciben los nombres más diversos: prakagorriak, mamarruak, galtzagorriak, gaizkiñak, mozorroak, bestemutilak, etxejaunak, ximeigorriak o aidetikakoak, todos ellos recogidos por J. M. de Barandiaran en su «Diccionario de mitología vasca», así como el extraño nombre de patu, del cual dicen que, cuando una persona no tiene suerte en sus negocios, se comenta de ella que “ez du horrek patu onik”, es decir: “ése no tiene buena suerte”.

Estos personajillos son capaces de los mayores portentos y ayudan a aquél que los posee. Lo mismo pueden hacer que una yunta de bueyes gane una apuesta de arrastre que pueden arar un campo en un abrir y cerrar de ojos o, incluso, trasladar a su dueño a largas distancias, como la historia que cuentan del brujo de Bargota, en Nafarroa, que se trasladaba a Madrid para ver una corrida de toros y estaba de vuelta nada más terminada.

*** *** *** *** *** ***

En Añes de Araba vivía un hombre que era tenido por brujo. Su casa estaba un poco apartada del pueblo y nadie se acercaba por allí, a menos que tuviese una buena razón para hacerlo. Todo el mundo lo temía, pues era capaz de acabar con una buena cosecha o de desaparecer durante varios días y volver con pócimas y objetos mágicos de los países más lejanos.

Durante muchos años, los habitantes de Añes y el brujo vivieron en paz, pero, con el tiempo, el brujo se convirtió en una persona ambiciosa y desagradable. Empezó a exigir

más y más cosas. Si veía un caballo que le gustaba, se lo pedía al dueño, amenazándole con matar a todos los
animales de su cuadra si se negaba; otro día era un jamón; otro, un par de ocas o una barrica de buen vino. Los habitantes del pueblo soportaban su tiranía porque no
convenía hacerlo enfadar, pero cada vez era más difícil tenerlo contento. —Tenemos que hacer algo... —comentaban.

—¡Hay que acabar con ese brujo! —decían unos.

—¿Y quién va a ser el valiente? —respondían otros.

Un día, el temido brujo decidió casarse. Mandó recado al alcalde diciéndole que quería una esposa, y que le preparase una muchacha para el día siguiente. En caso de no cumplir sus deseos, destruiría el pueblo. El alcalde no tuvo más remedio que seguir las órdenes y eligió a Grazia, una chica alegre y lista que no estaba dispuesta a casarse con el brujo, pero tampoco quería que les ocurriera nada a sus vecinos.

No sabiendo cómo solucionar el problema, aquella noche la muchacha se acercó a la casa del brujo y se puso a mirar por la ventana. El brujo estaba haciendo una de sus mezclas mágicas. Echaba hierbas y polvos en una gran olla y luego lo revolvía todo con un palo largo. Estuvo así durante mucho rato, pero cuando quiso retirar la olla del fuego, no pudo hacerlo porque era muy pesada. Entonces cogió una hoz que había encima de la mesa, soltó el mango y de su interior salieron cuatro hombrecillos vestidos de rojo que se pusieron a dar saltos mientras decían:

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?

—Retirad la olla del fuego —les ordenó el brujo.

Ante el asombro de Grazia, que seguía mirando por la ventana, los cuatro enanillos cogieron la enorme olla y la retiraron del fuego.

—¿Y ahora? ¿Qué quieres que hagamos? —volvieron a preguntar.

El brujo extendió su mano y los cuatro se subieron a su palma.

—Ahora nada, queriditos. No sé lo que haría sin vosotros... Si supieran en el pueblo que vosotros sois mi magia... Ja, ja, ja —rió el brujo—. ¡Pero nunca lo sabrán! Si mañana no me han buscado una novia, os mandaré para que destruyáis las casas, queméis los campos y matéis a todos los animales. Y ahora, meteos en el mango de la hoz.

Así lo hicieron los cuatro geniecillos, y el brujo enroscó de nuevo el mango a la cuchilla. Luego, apagó la luz y se fue a dormir.

Grazia esperó mucho tiempo quieta, sentada debajo de la ventana, pensando. Decidió robar la hoz y, con mucho cuidado, abrió la ventana y se metió en la casa. Se acercó a la mesa y cogió la hoz. Entonces, los geniecillos empezaron a gritar:

—¡Amo! ¿Eres tú? ¿Qué quieres que hagamos?

Grazia salió corriendo de la casa con la hoz en la mano, pero el ruido que hizo y los gritos de los geniecillos despertaron al brujo, que, al darse cuenta de lo que ocurría, saltó de la cama y empezó

a perseguirla. La muchacha corría y corría, pero el brujo corría más deprisa.

—¡Devuélveme la hoz! —gritaba.

Grazia, desesperada, veía cómo el brujo estaba cada vez más cerca y, cuando éste ya estaba a punto de alcanzarla, se detuvo en seco y con todas sus fuerzas lanzó la hoz que fue a caer al camino de piedra. La hoz rebotó tres veces y el mango se rompió. Al instante salieron los cuatro geniecillos y desaparecieron de la vista dando saltos de alegría.

El brujo se detuvo. Empezaba a amanecer.

—¿Qué has hecho? —preguntó con una voz muy débil.

Grazia se giró para mirarle. ¿Era cierto lo que estaba viendo?

¡El brujo estaba desapareciendo! En pocos segundos, sólo quedó de él la túnica tirada en el suelo. La joven fue corriendo hasta el pueblo y contó lo ocurrido. Se formó una cuadrilla para ir a investigar, pero, cuando llegaron al lugar, no encontraron nada, ni siquiera la casa.

Durante muchos años, los habitantes de Añes intentaron apoderarse de los cuatro geniecillos, dejando un mango de hoz encima de un arbusto en la noche de la víspera de San Juan. Pero, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido todavía.

Leyendas de Euskal Herria de Toti Martínez de Lezea


lunes, 4 de octubre de 2010

Canción de bañar la luna (Rosa León)



Ya la Luna baja en camisón
a bañarse en un charquito con jabón.
Ya la Luna baja en tobogán
revoleando su sombrilla de azafrán.
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna viene en palanquin
a robar un crisantemo del jardín
Ya la luna viene por allí
su quimono dice no, no y ella sí.
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna baja muy feliz
a empolvarse con azucar la nariz
Ya la luna en puntas de pie
en una tacita china toma té
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna vino y le dio tos
por comer con dos palitos el arroz
Ya la luna baja desde allá
y por el charquito-quito
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.


domingo, 3 de octubre de 2010

La Promesa (Leyenda de Castilla)


Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro; éste levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla, y viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada, y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible..., imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor, el conde de Gómara, parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles,
y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?», y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán, en son de mofa: «El escudero del conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos, llenos de lágrimas, para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro... El cielo nos ayudará en la santa empresa. Conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla; volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita, dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra -y al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió, con acento más sordo y conmovido-:Ve a mantener tu honra; pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche, y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar donde la guardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-; que mañana vamos a Gómara con todos los
vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita con un suspíro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura, aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par, y gimiendo sobre sus goznes, las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en alta voz y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del señorío vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento al agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, compasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo; las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla.
Era Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor
conde de Gómara, un de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla. El ejército de don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado, y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor? -le decía- .¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero. No obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido demasiado en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos. La pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle. Las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas. Una nube de saetas silbaba en mis oídos. El caballo estaba algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando... Créeme: no fue una ilusión. Vi una mano que, agarrándole de la brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador. Nadie le conocía, nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais sólo, completamente solo. Por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete». Aquella noche entré preocupado en mi tienda. Quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura. Mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió la cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones.
La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... Ahora mismo, mírala, mírala aquí, apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid... Salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo. El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real, y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla, flanqueados de torres, almenadas y fuertes. Por cima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su
alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir los esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestido cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares, que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un somnámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey, y en medio de un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta apresurándose a comprarle alguna de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclada en su interminable relación, chistes capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos.
En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios cosidos en bolsitas de brocatel, secretos para hacerse amar de todas las mujeres, reliquias de los santos patrones de todos los lugares de España, joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompañaba en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero comenzó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había enunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar permaneció inmóvil escuchando esta cántiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía.
El escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
«Te vas y acaso no tornes.»
«Tornaré por vida mía.»
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
Mal haya quien en promesas de hombre fía!
II
El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
Ella, que le ha conocido,
con grande aflicción gemía:
«¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!»
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
«Nos has deshonrado», dice.
«Me juró que tornaría.»
«No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.»
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto;
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no le cubría:
la mano donde un anillo que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó a donde se encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero, clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-, esta cántiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerla una promesa. Vos sabréis, quizá, a quién toca cumplirla.
En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores. La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.




Gustavo Adolfo Bécquer